Los adelantos tecnológicos en materia de seguridad son evidentes en todo el hemisferio y van avanzando de manera vertiginosa.
En la actualidad, los drones policiales, los software para análisis predictivos, el brain fingerprinting (o escaneo cerebral para identificar con mayor precisión posibles sospechosos), los escáneres portátiles para huellas instantáneas que permiten identificar los antecedentes penales, el Radio Frequency Identification (RFID) para obtener datos e información personal a través de las tarjetas de crédito u otro tipo de tarjetas de identificación, entre otras muchas innovaciones, están a la orden del día. Lo que parecía de ciencia ficción ahora es posible, con todas los dilemas éticos y prácticos que ello implica.
▶ Policías comunitarias en América Latina
El problema más relevante no es siempre el acceso a la nueva tecnología. Por el contrario, una de las características más evidentes en materia de política pública en el mundo global, es lo que autores como Sabatier & Jenkins (1999) denominaron hace algún tiempo como el “viaje de ideas”. Como su nombre lo indica, el mundo globalizado permite a los tomadores de decisiones públicas acceder, mediante un continuo proceso de aprendizaje, a experiencias e innovaciones desarrolladas en diferentes latitudes. Lo más complejo es la adaptación de esas innovaciones al contexto. Es claro que en materia tecnológica, muchas de las ideas implementadas en América Latina tienen estrecha relación con avances desarrollados principalmente en contextos anglosajones y europeos.
América Latina ha sido en su gran mayoría receptora de tecnología e innovación. Sin embargo, continúa observándose un evidente contraste entre la prisa por acceder a la vanguardia tecnológica y la rigidez de las estructuras institucionales y organizacionales que deben implementar las innovaciones. Esas estructuras demandan cambios en muchos aspectos, empezando por la formación de oficiales de alto rango y subalternos, la transformación de la cultura organizacional, y la modificación del aparato normativo y las capacidades institucionales para adaptarse a nuevos contextos criminales y a cambiantes tendencias sociales.
En los procesos de reforma, la tecnología tiende a ser vista como un fin en sí mismo, convirtiéndose en una especie de pieza que cobra vida propia en el complejísimo rompecabezas de la seguridad.
Nuestros gobiernos, bien o mal intencionados, y frecuentemente desprovistos de conocimiento sobre los alcances de las nuevas tecnologías, tienden a considerar la adquisición de herramientas tecnológicas policiales como la solución automática a problemas multidimensionales. Esto es un grave error.
Generalmente se deja de lado, así, el análisis del perfil y la ética necesaria en el personal que opera la tecnología, de las condiciones organizativas que rodean su introducción, del impacto de las nuevas tecnologías en la protección de los derechos humanos, de su impacto en los niveles de corrupción y en la concentración de poder, del balance entre el costo económico de adquirir la nueva tecnología y su impacto en el logro de una seguridad efectiva. Todos estos factores hacen imperativa, a su vez, la permanente evaluación de los resultados derivados de la introducción de cualquier innovación tecnológica.
La tecnología y sistemas de información son aliados necesarios en la lucha contra el crimen. Pero la tecnología debe ser entendida como una herramienta que facilita y permite mejor acceso a la información no solo sobre el crimen consumado, sino y principalmente sobre los factores que permiten la prevención del mismo. Es prioritario, pues, poner la tecnología al servicio de la búsqueda de evidencia para la toma de decisiones confiables.
Eso implica ir más allá de la generación de los datos, para permitir, en cambio, que los datos den pie a rigurosos análisis para la disuasión y la anticipación del delito, para el esclarecimiento judicial y para la creación de nuevos indicadores, que permitan, a su vez, visibilizar otros problemas no evidentes. Asimismo, la información generada debe permitir una mejor gestión administrativa de la seguridad y la protección de quienes la prestan, así como propender a fortalecer los marcos regulatorios internacionales de cooperación y, como siempre, los derechos humanos.
Se vuelve perentorio hacer partícipes a los ciudadanos del uso tecnológico en materia de seguridad, no solo como receptores de estrategias gubernamentales, sino desde una visión cooperativa y de aprendizaje mutuo.
Del mismo modo, se requiere de una rigurosa observación civil a la organización policial y, más ampliamente, a la institucionalidad a la que compete la seguridad ciudadana, frente a la puesta en marcha de las nuevas tecnologías. A ello se suma la necesidad de preparar profundamente a los gobiernos locales o subnacionales y al conjunto de las organizaciones que hacen parte de la protección de la seguridad.
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En resumen, la innovación tecnológica trae tantas bondades como desafíos en materia de seguridad. Es innegable que en la actualidad el crimen transnacional, los delitos cometidos en el ciberespacio y otros que se valen de la tecnología para ser perpetrados, ponen en jaque los modelos tradicionales de vigilancia policial.
De tal suerte es fundamental incorporar en la lucha contra la delincuencia aquellas tecnologías que contrarresten y permitan dar respuesta a los nuevos desafíos criminales, que por lo demás no solo le competen a la policía, sino a toda la institucionalidad relacionada con la seguridad ciudadana. Pero es preciso tener claro que el desafío en países como los nuestros no solo se relaciona con estar a la vanguardia tecnológica e informática, sino en lograr su encuadre con las estructuras institucionales, culturales, normativas, económicas y de política pública existentes.
Por: Kevin Casas, Paola González y Liliana Mesías. La transformación policial para el 2030 en América Latina.