Plantear los dilemas examinados en los artículos anteriores y encontrar soluciones adecuadas para ellos –sin lo cual la emergencia de una policía democrática deviene imposible—involucra un esfuerzo difícil y prolongado en el mejor de los casos.
Pero hacerlo, como lo han debido hacer y lo deberán seguir haciendo los países de América Latina, en un contexto de alta violencia delincuencial, extendida presencia del crimen organizado, baja credibilidad del sistema de justicia criminal, legados históricos de militarización y crónica debilidad fiscal es una tarea casi imposible.
En América Latina, las policías que demandan ser reformadas son instituciones cuyos mandatos y potestades se encuentran asediados por tres vías distintas, todas ellas dotadas de sorprendentes niveles de legitimidad: la proliferación de la industria de la seguridad privada, el creciente involucramiento de las fuerzas armadas en tareas de seguridad pública y la aparición de múltiples actores ilegales con disposición y capacidad para proveer orden público en espacios territoriales bajo su control. Así, la urgencia de acometer reformas policiales democráticas en la región crece al mismo ritmo que los múltiples obstáculos que las alejan.
▶ Transparencia policial y legitimidad ciudadana
El advenimiento de la democracia –y en algunos países también de la paz—a la región ha dado pie a una gran cantidad de esfuerzos de reforma de las instituciones policiales durante la última generación. El rango de esas reformas cubre desde el establecimiento de nuevas policías civiles en países como El Salvador y Guatemala, hasta programas de profunda depuración institucional como el de la Policía Nacional de Colombia, pasando por los numerosos intentos de adopción de modelos de policía comunitaria y la introducción de sistemas de información en varios países.
En términos generales, las reformas policiales en América Latina han tocado, al menos en teoría, 6 ejes centrales de la organización y las operaciones de la institución, siendo que algunas reformas han acometido varios ejes simultáneamente:
• Modificación de estructuras de gobierno del sector seguridad. Estos esfuerzos se inscriben en sensibles debates sobre dónde hacer residir la responsabilidad política por las operaciones de la policía, así como también en la necesidad de crear mecanismos de coordinación en un entorno crecientemente dominado por la descentralización y/o desconcentración del trabajo policial y la multiplicación de fuerzas policiales a nivel municipal.
A manera de ejemplos, calzan aquí tanto la creación del Sistema Nacional de Seguridad Pública y la Secretaría de Seguridad Pública en México, como la creación del Ministerio de Justicia y Seguridad Pública en El Salvador, que removieron las funciones policiales de las carteras de los ministerios del interior. Asimismo, puede mencionarse la creación del Consejo Nacional de Seguridad en países como Venezuela (2001) y la República Dominicana (2013).
• Desmilitarización de la fuerza policial. Ese ha sido en caso en países como El Salvador y Guatemala como consecuencia de los acuerdos de paz de 1992 y 1996, respectivamente, así como Panamá y Haití, tras la abolición de las fuerzas armadas en ambos países, acaecida, a su vez, como resultado de sendas intervenciones externas en 1989 y 1994. Cabe mencionar, asimismo, el caso de Honduras, donde las fuerzas policiales salieron del control militar en 1998.
En otros países se han visto cambios menos dramáticos en la policía tendientes a abandonar culturas institucionales fuertemente determinadas por el legado de los regímenes militares. El caso de los Carabineros de Chile viene a la mente en este punto.
• Fortalecimiento de los sistemas de gerencia e información. El fortalecimiento de las habilidades de gerencia y manejo de conocimiento por parte de los oficiales fue uno de los ejes fundamentales de la reforma de la Policía Nacional de Colombia durante los años noventa, aunado al énfasis en la participación comunitaria.
En otros casos, el énfasis ha sido la adopción de sofisticados sistemas de acopio de información sobre el comportamiento del delito y del desempeño policial. A la creación del Sistema Nacional de Seguridad Pública en México, con su mecanismo de centralización de información, se suman otras experiencias más recientes, como la de la policía colombiana con su Modelo Nacional de Vigilancia Comunitaria por Cuadrantes y la de la Policía Metropolitana de Caracas con su Sistema Integrado de Estadísticas Criminales, entre muchas otras. En varios casos, estos proyectos han recibido un decisivo apoyo internacional.
De hecho, desde el año 2009, con asistencia del Banco Interamericano de Desarrollo, se puso en marcha Sistema Regional de Indicadores Estandarizados de Convivencia y Seguridad Ciudadana (SES), un proyecto a través del cual los países de la región se han asociado para mejorar y hacer comparables sus estadísticas sobre crimen y violencia.
Sobre la base de este esfuerzo, algunos cuerpos policiales de la región han replicado, con variantes, el afamado sistema de análisis de datos y de gestión policial CompStat, introducido hace más de dos décadas por el Departamento de Policía de la Ciudad de Nueva York.
Esas experiencias incluyen, como ejemplo, el Sistema Táctico para el Análisis Delictual (STAD) en Chile; el Programa de Integración de Gestión en Seguridad Pública (IGESP) en Minas Gerais, Brasil; o la Sala de Evaluación del Desempeño Policial en la Ciudad de México.
• Depuración policial y establecimiento de supervisión externa de la conducta policial. Ha sido característico de las reformas policiales en América Latina –desde Ciudad de México hasta Buenos Aires—las purgas masivas de oficiales cuestionados, usualmente como resultado de algún gran escándalo de corrupción policial.
En el caso de la Policía Nacional de Colombia, la depuración en la segunda mitad de los años 90 afectó a más de 7.000 oficiales cuestionados. Esos esfuerzos de purificación son sintomáticos del fracaso de los mecanismos de control interno de las instituciones policiales. Por ello han sido complementados en algunos casos con el establecimiento de instancias independientes de la jerarquía policial –frecuentemente con participación de la ciudadanía— para examinar denuncias y establecer las respectivas responsabilidades en casos de corrupción y abuso policial.
La experiencia de las últimas dos décadas abarca casos como la creación de auditorías policiales independientes en la policía del Estado de Sao Paulo, en Brasil; la creación de inspectorías generales en la Policía de la Provincia de Mendoza, Argentina y en la Policía Nacional Civil de El Salvador; y la introducción del Comisionado Nacional para Asuntos de Policía en Colombia a principios de la década de 1990 (aunque fue posteriormente eliminado).
• Capacitación y profesionalización de la policía. Como se ha dicho, la reforma policial colombiana de los años 90 tuvo como uno de sus ejes fundamentales el aumento de capacidades en la oficialía. No es ese el único caso en que la formación policial ha sido una prioridad de las reformas.
Más visibles han sido los casos de fundación y/o modernización de academias policiales, un componente central del proceso de creación de policías civiles en El Salvador y Panamá, así como de la profesionalización de la fuerza pública en Costa Rica, por poner algunos ejemplos. Particularmente en los casos centroamericanos, estos esfuerzos han tenido un fuerte componente de asistencia externa, por lo general proveniente de Estados Unidos y España.
El establecimiento en El Salvador en 2005 de la Academia Internacional para el Cumplimiento de la Ley (ILEA, por sus siglas en inglés), auspiciada por el gobierno estadounidense para fortalecer la formación de cuadros policiales en la región, es la muestra más conspicua de esta participación externa.
• Mejoramiento de la relación de la policía con la comunidad. Quizá el área más nutrida de reformas policiales en la región lo constituyen los esfuerzos, reseñados anteriormente, dirigidos a mejorar la interacción de la policía con la comunidad.
Los programas de policía comunitaria introducidos en la región son, como sabemos, muy heterogéneos, cubriendo desde la creación de simples canales de comunicación poco formalizados entre la policía y la ciudadanía, hasta programas mucho más complejos, como las Unidades de Pacificación Policial en Río de Janeiro, tendientes a modificar drásticamente la presencia de la fuerza pública en las comunidades y a sustituir relaciones antagónicas por vínculos de confianza.
Cabe notar que con contadas excepciones –la reforma colombiana y, posiblemente, los casos de las policías de Sao Paulo y Buenos Aires —los intentos de adopción de modelos de policía comunitaria no han involucrado transformaciones generales de las instituciones policiales, sino experiencias controladas en comunidades específicas y, por ello, con un efecto limitado en el desempeño de toda la fuerza pública.
Estos párrafos apenas hacen justicia a la considerable heterogeneidad de los proyectos de reforma policial emprendidos en América Latina en la última generación. Sin embargo, este resumen no impide enunciar una conclusión: con muy pocas excepciones los resultados de esos esfuerzos han sido magros.
Los niveles de violencia delincuencial y de temor –que por cierto dependen de una multiplicidad de factores además del desempeño policial—continúan siendo en casi todos los países latinoamericanos inaceptablemente altos y, en muchos casos, crecientes.
No solo ello: como se ha visto, en términos del mejoramiento de la imagen y la credibilidad de la institución policial, los resultados de las reformas han sido muy pobres en casi todas partes. En promedio, la imagen de las instituciones policiales en América Latina no ha mejorado en las últimas dos décadas.
De este prontuario de esfuerzos reformistas es posible extraer algunas lecciones, algo precarias, sobre las condiciones que hacen posible los contados éxitos en esta materia. Esa precariedad de los hallazgos se debe a un dato crucial que permea toda esta discusión: la crónica ausencia de prácticas de evaluación rigurosas, que permitan distinguir las reformas exitosas de las que no lo son.
Aunque el inventario de intervenciones de política pública en materia de seguridad ciudadana en América Latina desde finales de la década de 1990 suma aproximadamente 1.300 experiencias, sólo una pequeña proporción de ellas está respaldada por información capaz de sustentar una evaluación rigurosa de sus efectos. Ese es acaso el menos obvio pero más importante obstáculo a cualquier proceso de reforma policial en la región.
Sin datos ni evaluaciones, las reformas policiales –y las políticas de seguridad, en general—quedan a merced de los prejuicios, las modas, los modelos trasplantados y los maximalismos retóricos a los que invita la deteriorada situación del orden público en América Latina.
En línea con el esquema propuesto por Fruhling (2009), es posible sostener que las probabilidades de éxito de una reforma policial dependen, en términos generales, de tres factores: las condiciones de gobierno de la seguridad, los atributos de la propia institución policial que habrá de ser reformada y, finalmente, el contexto social en el cual se produce la reforma:
Gobierno de la seguridad. Para tener éxito una reforma policial demanda un liderazgo político decidido y comprometido, un compromiso que se demuestra entre otras cosas en la asignación de recursos suficientes al proceso de transformación institucional buscado. Esto último ha sido un problema recurrente en casi todos los procesos de adopción de la policía comunitaria, aun en casos en que se ha adoptado al más alto nivel como un eje fundamental del trabajo policial.
El caso de Bogotá resulta interesante en este aspecto. En la capital colombiana, la Alcaldía Metropolitana pasó de invertir US$15 millones a principios de los años 90 a US$72 millones al final de la década, muy mayoritariamente dirigidos a mejorar el equipamiento y capacitación de la policía local.
Sin embargo, sólo el 5,7% del total de inversiones realizadas y el 6% de los oficiales de la Policía Metropolitana estaban asignados a la modalidad comunitaria. Similares limitaciones se han detectado en los proyectos de policía comunitaria en Sao Paulo y Belo Horizonte en Brasil.
De igual manera, es crucial la continuidad del liderazgo del proceso de reforma. Aquí la experiencia de la Policía de la Provincia de Buenos Aires, en Argentina, resulta elocuente. Lo que empezó en 1997, durante la administración del Gobernador Eduardo Duhalde, como un esfuerzo de transformación de largo alcance de una fuerza policial fuertemente cuestionada por la sociedad –un esfuerzo que incluyó uno de los intentos más ambiciosos de incorporar la participación de organizaciones comunitarias en la supervisión del trabajo policial—fue descarrilado por la llegada de un nuevo gobernador provincial en 1999.
Para el año 2002, los cambios habían sido esencialmente revertidos. A lo largo de ambas administraciones, el promedio de permanencia en sus cargos de los responsables políticos de los temas de seguridad y justicia en la provincia fue inferior a los 7 meses.
De manera similar, el caso de la reforma policial en Perú, a principios de la década anterior, sugiere que el compromiso al más alto nivel político –la Presidencia de la República—es indispensable para vencer las resistencias institucionales ante cualquier esfuerzo externo tendiente a combatir la corrupción y el abuso policial y establecer mecanismos efectivos de rendición de cuentas. Por razones diversas, en el caso peruano ese apoyo fue de corta duración, los líderes de la reforma fueron eventualmente sustituidos en sus cargos y el proceso de depuración de la policía peruana acabó por ser descontinuado.
En presencia de sistemas de partidos altamente desarticulados y elecciones con alta volatilidad en América Latina, la preocupación por la continuidad del liderazgo de cualquier proceso de reforma policial debe recibir atención prioritaria, poniendo el paciente trabajo de construcción de consensos políticos –de “blindaje” de la reforma, esto es—en el centro y al principio de todo esfuerzo reformador.
Condiciones de la institución policial. Una de las paradojas de las reformas institucionales, en general, es que son aquellas organizaciones que más perentoriamente requieren una reforma las que casi siempre tienen las peores condiciones para asimilar los cambios.
La experiencia enseña que por más que exista un liderazgo político comprometido con los procesos de depuración y modernización policial, es imposible llevarlos adelante si una masa crítica de los oficiales de la propia institución no está comprometida con el cambio. Ese fue el caso en Sao Paulo, Brasil, donde desde principios de los años 90 fue la propia policía militar la que inició discusiones internas para adoptar modelos de acercamiento a la comunidad.
Esos debates internos eventualmente dieron paso a una serie de importantes esfuerzos de reforma emprendidos con la colaboración de asociaciones empresariales, organizaciones de sociedad civil y centros académicos, que en términos generales han sido exitosos. El caso de la Policía Nacional de Colombia muestra también la crucial importancia de enfocarse en los mandos medios de la institución como catalizadores de cambios, cuando menos operativos aunque no siempre estructurales.
Pero no solo de actitud y voluntad se trata, sino también de que la fuerza policial tenga un mínimo nivel de formación profesional e integridad, que le permita adoptar nuevas formas de hacer su trabajo, sobre todo en los casos de introducción de modelos de policía comunitaria, que casi siempre militan en contra de estructuras centralizadas de poder, prácticas policiales y formas de interacción con la comunidad profundamente arraigadas.
Semejante capacidad de adaptación está en duda en muchos países de la región en los que la formación de agentes policiales es sumamente corta (menos de un año), dispar (algunas especialidades, como la lucha contra el narcotráfico, generan mejores oportunidades de capacitación) y esencialmente orientada a obedecer órdenes. Sea por razones de falta de competencias o de ética, en algunos casos los procesos de reforma resultan, por ello, imposibles sin una depuración en gran escala de la fuerza policial.
El caso de México resulta revelador en ese sentido. Ahí, la introducción de reforzados mecanismos de reclutamiento del personal policial a partir de las reformas policiales de la última década ha arrojado resultados frecuentemente desoladores. En el año 2012, 65.000 oficiales de las policías locales y estatales fueron considerados no aptos para el servicio, en muchos casos por su vinculación con el crimen organizado.
En el 2014, algo más de 42.000 oficiales de las policías federales, estatales y municipales fracasaron en sus pruebas de revisión de antecedentes para servir en la fuerza pública. Significativamente, cerca de 70% de los reprobados a nivel municipal se concentraron en los 10 estados más afectados por el crimen organizado. En ausencia de una purga significativa, es altamente dudoso que instituciones policiales como estas, cundidas de patologías, puedan ser reformadas.
La frecuente necesidad de depurar las fuerzas policiales es un indicador de la debilidad de los mecanismos de reclutamiento, pero también de los procedimientos disciplinarios que existen para combatir la corrupción y el abuso.
Como lo muestra la experiencia de la Policía de Buenos Aires, es casi imposible depurar de manera sostenible una fuerza policial en la que los mecanismos de sanción del comportamiento indebido, como también los mecanismos de promoción capaces de incentivar el comportamiento virtuoso, no estén debidamente institucionalizados y dependen, más bien, de las decisiones arbitrarias de los superiores jerárquicos. Así, mejorar las condiciones de la institución policial no sólo depende de las decisiones que se toman, sino de cómo se toman y se hacen sostenibles en el tiempo.
De cualquier modo, aun en casos razonablemente favorables, la internalización de los cambios institucionales es usualmente un proceso lento, complejo y parcial. Por ejemplo, años después de la adopción del modelo de policía comunitaria por la Policía Militar de Sao Paulo, la actitud general de la fuerza policial hacia el nuevo modelo seguía siendo de profundo escepticismo.
Una encuesta aplicada a los policías de Sao Paulo indicaba que solo el 36,2% de los oficiales de alto rango y el 17,8% de los policías rasos estaba convencido de que el modelo comunitario era más eficiente para combatir el crimen. Para dos terceras partes de los policías rasos de Sao Paulo el modelo comunitario era nada más que una estrategia de relaciones públicas. Como toda forma de re-educación, la transformación de modelos policiales es un proceso generacional aún en instituciones comprometidas con el cambio.
Contexto social de la reforma. En casi todos los casos las reformas policiales en América Latina se hacen en medio de tres circunstancias altamente adversas: prevalencia de altos niveles de violencia criminal, alta tolerancia a la violencia policial y bajo nivel de credibilidad de la institución. Cada una de ellas tiene consecuencias problemáticas.
Los altos niveles de violencia criminal, para empezar, hacen más difícil generar mejoras en la seguridad en el corto plazo, que hagan más probable el apoyo de la comunidad para la reforma. Generan, además, una visible presión política para poner más efectivos policiales en la calle, aun al costo de acortar su entrenamiento más allá de lo conveniente, como ha sucedido en Guatemala. No sólo eso: también tienden a generar en la propia policía fuertes resistencias contra los modelos de acercamiento a la comunidad, generalmente percibidos como antagónicos a una lucha eficaz contra el crimen.
Es en ese contexto donde se exacerban actitudes sociales favorables al abuso de autoridad por parte de la policía. Un dato tomado del AmericasBarometer 2008, una encuesta regional, sirve para mostrar la magnitud del problema: 4 de cada 10 latinoamericanos estaba de acuerdo con la noción de que la policía ocasionalmente violara la ley en la lucha contra la delincuencia. Introducir en esas condiciones mecanismos internos y externos de control frente al abuso policial –uno de los ejes frecuentes de las reformas policiales—se convierte en una tarea de una complejidad considerable.
A ello se suman los bajos niveles de confianza y credibilidad que ostenta la policía en casi toda la región, examinados más arriba, que obstaculizan la colaboración de la comunidad con los esfuerzos de reforma de la institución, particularmente de aquellos dirigidos a modificar las relaciones policía-comunidad.
En muchos casos, tales empeños cargan un bagaje de desconfianza mutua que los condena desde un inicio. No es casual que una de las regularidades enseñadas por las experiencias de policía comunitaria en la región es que los mecanismos de participación de la ciudadanía en la gestión de la seguridad tienden a funcionar mejor en aquellas localidades donde los problemas de criminalidad son menos serios y donde, por ello, la imagen policial está menos tiznada por la incompetencia, la corrupción o la brutalidad.
Todo este elenco de obstáculos –particularmente aquellos ligados al contexto social y la persistencia de actitudes autoritarias en muchas policías de la región—no debe tomarse como una invitación a bajar los brazos y aceptar el statu quo. Por el contrario, como bien lo señala Fruhling, “la realidad regional demuestra que existen ejemplos de procesos de reforma policial prometedores en circunstancias extremadamente difíciles.”
La Policía Nacional de Colombia –un ejemplo razonablemente exitoso de reforma en la región—fue transformada en los años 90 en medio de un conflicto armado y desafíos de orden público seguramente sin paralelo en América Latina.
De hecho, el caso colombiano, el de Sao Paulo o, más recientemente, el mexicano, sugieren que un deterioro mayúsculo del orden público puede abrir una notable oportunidad para introducir cambios en las fuerzas policiales, que serían imposibles en situaciones menos apremiantes. Que esos cambios se aprovechen y fructifiquen depende, por supuesto, de otras condiciones, ya reseñadas aquí, como el compromiso del liderazgo político, la disponibilidad de recursos y la existencia de una masa crítica de personal con capacidad y voluntad de cambio dentro de la propia fuerza policial. La existencia de casos exitosos de reforma policial en la región es, en sí misma, un factor positivo de cara al futuro.
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Con enormes precariedades –sobre todo en el rigor de la medición de los impactos—América Latina ha ido acumulando en la última generación un prontuario de buenas y malas experiencias de reforma, del que todo líder reformador puede y debe extraer lecciones. No sólo eso: a las experiencias latinoamericanas se suma la reserva global de conocimiento policial y criminológico, el “viaje de ideas”, ahora mucho más accesible que una generación atrás.
Hay otros factores positivos, en algunos casos relacionados con el itinerario recorrido por las transiciones democráticas en América Latina. El desarrollo de la sociedad civil en la región ha conferido un vigor inédito a las organizaciones dedicadas a propiciar reformas a los sistemas de justicia criminal comprometidas con los Derechos Humanos. A ello se suman las considerables transformaciones normativas e institucionales acaecidas en América Latina durante la última generación para hacer posibles mayores niveles de transparencia y rendición de cuentas en la gestión pública.
Esas transformaciones incluyen desde la adopción generalizada de la figura del Ombudsman hasta la promulgación de normas tendientes a garantizar el acceso a la información pública, entre muchos otros cambios. Por opaca que sea la situación de las policías en la región –y en la mayor parte de los casos sin duda lo es—, la opacidad prevaleciente es considerablemente menor a la que existía una generación atrás.
En términos generales, el control social sobre la gestión pública en América Latina es mayor hoy que nunca antes. Eso también se aplica a la policía y no de un modo abstracto. Entre progresos y retrocesos, los modelos de policía comunitaria han proliferado en la región, cambiando, así sea levemente, las expectativas de la ciudadanía respecto de lo que significa tener una policía democrática y de lo que deber ser el papel de las comunidades en la lucha contra el crimen.
Por: Kevin Casas, Paola González y Liliana Mesías. La transformación policial para el 2030 en América Latina.