Una de las transformaciones más relevantes de las instituciones policiales en la región en las últimas dos décadas es la adopción creciente, aunque todavía limitada, de modelos de policías comunitarias.
Inicialmente concebidos en países desarrollados–en especial el Reino Unido y los Estados Unidos— los modelos de policía comunitaria se han expandido por América Latina en parte como respuesta a problemas como la arraigada desconfianza social en la policía y la extendida brutalidad policial, que afectan muy negativamente la respuesta estatal a la violencia delincuencial en muchos países.
La definición de lo que ha de contar como policía comunitaria es controvertida y, de hecho, en la experiencia latinoamericana se ha incluido bajo esta denominación prácticas policiales muy heterogéneas, que van desde el establecimiento de vagos mecanismos de interacción periódica entre la policía y las organizaciones comunales, hasta experimentos mucho más ambiciosos tendientes a convertir a la policía en un actor central en la vida de la comunidad.
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En términos generales, los modelos de policía comunitaria combinan la mayoría de los siguientes elementos:
• Prevención del crimen mediante el acercamiento de la policía a la comunidad y el fomento de las relaciones de confianza mutua;
• Reorientación del patrullaje de forma que aumente la presencia policial y el contacto con la comunidad, usualmente mediante una mayor utilización del patrullaje a pie;
• Descentralización del mando hacia pequeñas unidades territoriales, con el fin de acercar el trabajo policial a las necesidades locales, en algunos casos definidas mediante el uso intensivo de información georreferencida sobre el comportamiento de la delincuencia;
• Establecimiento de mecanismos de interacción periódica entre policía y comunidad, tendientes a favorecer el intercambio de información entre ambas, así como la definición conjunta de prioridades del trabajo policial y la rendición de cuentas por parte de la institución.
Las experiencias de reforma policial que comparten esta orientación en América Latina son numerosas y es imposible hacerles justicia en estas páginas. Algunos de los casos más prominentes de la región incluyen al Plan Cuadrante de Carabineros de Chile; la reforma de la Policía Nacional de Colombia de los años 90, seguida, mucho más recientemente, por el Modelo de Vigilancia Comunitaria por Cuadrantes (MNVCC).
De igual manera, la reforma de la Policía de la Provincia de Buenos Aires, a finales de los años 90; la transformación de la Policía Militar del Estado de Sao Paulo, también en los años 90; el Plan “Fica Vivo” en la ciudad de Belo Horizonte, en el estado brasileño de Minas Gerais; la adopción del plan “Comunidad más Segura” en Honduras, a partir del año 2002; la introducción de las Unidades de Policía Pacificadora (UPP) en Río de Janeiro en la década anterior.
En algunos sentidos, el Plan “Juárez Somos Todos”, adoptado por las autoridades federales y municipales de Ciudad Juárez, en el estado mexicano de Chihuahua, para contrarrestar la escalada de violencia vivida por esa ciudad entre 2008 y 2010. A eso se añaden otras muchas experiencias en pequeña escala en toda la región.
Cada uno de estos casos ha tenido sus propios énfasis, ambiciones y configuraciones institucionales. En algunos casos –notablemente los planes “Cuadrante” de Chile y Colombia—el objetivo central ha sido apoyarse en la comunidad para desarrollar estrategias de combate a la delincuencia fuertemente localizadas. En otros casos, como los de Sao Paulo, Buenos Aires, Honduras y la primera fase de la reforma colombiana, el énfasis ha estado en la organización de foros comunales para orientar y, en algunos casos, supervisar el trabajo policial.
Aun otros, como los ejemplos de Belo Horizonte, Sao Paulo y Ciudad Juárez, muestran intentos de crear amplias alianzas entre las instituciones policiales, el sector privado, organizaciones comunales y la academia con el fin de definir prioridades en materia de seguridad y monitorear su puesta en práctica.
Otros casos –notoriamente el de las UPP en Río de Janeiro—constituyen proyectos muy ambiciosos para modificar radicalmente la presencia y las funciones policiales en comunidades fuertemente afectadas por el crimen organizado, poniendo énfasis en la solución conjunta de diversos factores que aumentan la vulnerabilidad de la comunidad a la delincuencia.
El resultado de todo ello es difícil de establecer, en parte porque la mayoría de las reformas dirigidas a establecer modelos de policía comunitaria han tenido un alcance limitado a áreas geográficas muy específicas. En otros casos, las reformas han sido acompañadas de pocos recursos o de un inestable apoyo político, que ha truncado su aplicación.
El caso de Buenos Aires –cuyos programas comunitarios fueron esencialmente abandonados luego de unos pocos años—resulta paradigmático en ese sentido. Sin embargo, como en tantas otras cosas, el problema principal es la ausencia casi total de evaluaciones rigurosas de los efectos del modelo de policía comunitaria en la región. Esa ausencia hace muy difícil aislar su impacto.
En términos generales, se reconoce que el modelo comunitario ha tenido efectos limitados, mayormente confinados a mejoras en la percepción de seguridad de la población, en la imagen institucional de la policía y en los niveles de abuso de autoridad. Aunque esos impactos son todos positivos, el efecto de estos programas en la reducción de la criminalidad ha sido reducido o simplemente se desconoce.
El Plan “Fica Vivo”, en Belo Horizonte, y el Modelo Nacional de Vigilancia Comunitaria por Cuadrantes de la Policía Nacional de Colombia, son acaso excepciones a esta regla general. De ellos sí existen evaluaciones sugerentes de su impacto en la reducción de la incidencia de diversas formas de criminalidad en los lugares que han albergado la aplicación del modelo comunitario.
De cualquier modo, la proliferación de experimentos de policía comunitaria en la región no es casual. Por el contrario, responde a necesidades agudamente sentidas, cuya solución es indispensable en la región si los esfuerzos contra la delincuencia han de tener éxito. Eso hace casi seguro que su adopción continuará, muy posiblemente combinada con un énfasis cada vez mayor en el uso de sistemas de información que, junto a los insumos proveídos por la comunidad, contribuyan al diseño de estrategias de intervención policial fuertemente localizadas.
Cualesquiera sean sus matices particulares, de cara al futuro las estrategias de policía comunitaria seguirán enfrentando algunos retos cruciales en América Latina:
• Asegurar la escalabilidad, esto es la capacidad de pasar de experiencias piloto a reformas policiales de gran calado, capaces de modificar la percepción (incluyendo la auto-percepción), el comportamiento y la organización de la institución policial como un todo;
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• Vencer el escepticismo de la tropa policial, de sus mandos y de sus jefes políticos, que frecuentemente ven los programas de acercamiento a la comunidad como poco más que un ejercicio de relaciones públicas, cuando no una distracción de las tareas percibidas como necesarias para combatir eficazmente la delincuencia; hacerlo es crucial si los programas han de tener la continuidad que requiere una implantación exitosa del modelo;
• Establecer mecanismos de evaluación rigurosos, capaces de aislar los efectos de los modelos comunitarios en la incidencia de la delincuencia, tanto como en las percepciones de la población y el comportamiento de la propia policía;
• Aumentar los recursos asignados a los programas de policía comunitaria, de modo que alcancen la masa crítica que permita apreciar los efectos de su adopción.
Sin eso, los programas de policía comunitaria se convertirán en una oportunidad desperdiciada para acercar a las instituciones policiales de América Latina no solo a la ciudadanía, sino también a paradigmas más democráticos, alejados de las tradiciones autoritarias que desafortunadamente continúan definiendo mucho del quehacer policial en la región.
Por: Kevin Casas, Paola González y Liliana Mesías. La transformación policial para el 2030 en América Latina.